miércoles, 27 de marzo de 2013

Encontrarnos con el resucitado


Domingo de Resurrección (C) Juan 20, 1-9

JOSÉ ANTONIO PAGOLA, lagogalilea@hotmail.com
SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).

ECLESALIA27/03/13.- Según el relato de Juan, María de Magdala es la primera que va al sepulcro, cuando todavía está oscuro, y descubre desconsolada que está vacío. Le falta Jesús. El Maestro que la había comprendido y curado. El Profeta al que había seguido fielmente hasta el final. ¿A quién seguirá ahora? Así se lamenta ante los discípulos: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Estas palabras de María podrían expresar la experiencia que viven hoy no pocos cristianos: ¿Qué hemos hecho de Jesús resucitado?. ¿Quién se lo ha llevado?. ¿Dónde lo hemos puesto?. El Señor en quien creemos, ¿es un Cristo lleno de vida o un Cristo cuyo recuerdo se va apagando poco a poco en los corazones?.
Es un error que busquemos "pruebas" para creer con más firmeza. No basta acudir al magisterio de la Iglesia. Es inútil indagar en las exposiciones de los teólogos. Para encontrarnos con el Resucitado es necesario, ante todo, hacer un recorrido interior. Si no lo encontramos dentro de nosotros, no lo encontraremos en ninguna parte.
Juan describe, un poco más tarde, a María corriendo de una parte a otra para buscar alguna información. Y, cuando ve a Jesús, cegada por el dolor y las lágrimas, no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado del huerto. Jesús solo le hace una pregunta: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?".
Tal vez hemos de preguntarnos también nosotros algo semejante. ¿Por qué nuestra fe es a veces tan triste?. ¿Cuál es la causa última de esa falta de alegría entre nosotros?. ¿Qué buscamos los cristianos de hoy?. ¿Qué añoramos?. ¿Andamos buscando a un Jesús al que necesitamos sentir lleno de vida en nuestras comunidades?.
Según el relato, Jesús está hablando con María, pero ella no sabe que es Jesús. Es entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la misma ternura que ponía en su voz cuando caminaban por Galilea: "¡María!". Ella se vuelve rápida: "Rabbuní, Maestro".
María se encuentra con el Resucitado cuando se siente llamada personalmente por él. Es así. Jesús se nos muestra lleno de vida, cuando nos sentimos llamados por nuestro propio nombre, y escuchamos la invitación que nos hace a cada uno. Es entonces cuando nuestra fe crece.
No reavivaremos nuestra fe en Cristo resucitado alimentándola solo desde fuera. No nos encontraremos con él, si no buscamos el contacto vivo con su persona. Probablemente, es el amor a Jesús conocido por los evangelios y buscado personalmente en el fondo de nuestro corazón, el que mejor puede conducirnos al encuentro con el Resucitado.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Ante el crucificado

Domingo de Ramos (C) Lucas 22,14-23,56
JOSÉ ANTONIO PAGOLA, lagogalilea@hotmail.com
SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).

ECLESALIA20/03/13.- Detenido por las fuerzas de seguridad del Templo, Jesús no tiene ya duda alguna: el Padre no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo; sus discípulos huyen buscando su propia seguridad. Está solo. Sus proyectos se desvanecen. Le espera la ejecución.
El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, los evangelistas han recogido algunas palabras suyas en la cruz. Son muy breves, pero a las primeras generaciones cristianas les ayudaban a recordar con amor y agradecimiento a Jesús crucificado.
Lucas ha recogido las que dice mientras está siendo crucificado. Entre estremecimientos y gritos de dolor, logra pronunciar unas palabras que descubren lo que hay en su corazón: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". Así es Jesús. Ha pedido a los suyos "amar a sus enemigos" y "rogar por sus perseguidores". Ahora es él mismo quien muere perdonando. Convierte su crucifixión en perdón.
Esta petición al Padre por los que lo están crucificando es, ante todo, un gesto sublime de compasión y de confianza en el perdón insondable de Dios. Esta es la gran herencia de Jesús a la Humanidad: No desconfiéis nunca de Dios. Su misericordia no tiene fin.
Marcos recoge un grito dramático del crucificado: "¡Dios mío. Dios mío! ¿por qué me has abandonado?". Estas palabras pronunciadas en medio de la soledad y el abandono más total, son de una sinceridad abrumadora. Jesús siente que su Padre querido lo está abandonando. ¿Por qué? Jesús se queja de su silencio. ¿Dónde está?. ¿Por qué se calla?.
Este grito de Jesús, identificado con todas las víctimas de la historia, pidiendo a Dios alguna explicación a tanta injusticia, abandono y sufrimiento, queda en labios del crucificado reclamando una respuesta de Dios más allá de la muerte: Dios nuestro, ¿por qué nos abandonas?, ¿no vas a responder nunca a los gritos y quejidos de los inocentes?.
Lucas recoge una última palabra de Jesús. A pesar de su angustia mortal, Jesús mantiene hasta el final su confianza en el Padre. Sus palabras son ahora casi un susurro: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu". Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha estado animando con su espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo deja todo en sus manos. El Padre romperá su silencio y lo resucitará.
Esta semana santa, vamos a celebrar en nuestras comunidades cristianas la Pasión y la Muerte del Señor. También podremos meditar en silencio ante Jesús crucificado ahondando en las palabras que él mismo pronunció durante su agonía. 

martes, 12 de marzo de 2013

Todos necesitamos perdón

5 Cuaresma (C) Juan 8, 1-11
JOSÉ ANTONIO PAGOLA, lagogalilea@hotmail.com
SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).

ECLESALIA13/03/13.- Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a "proclamar la liberación de los cautivos... y dar libertad a los oprimidos". Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.
De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a "una mujer sorprendida en adulterio". No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: "La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?
La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer angustiada, la gente expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?.
Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.
Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitan su perdón.
Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: "El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra". ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propio pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?.
Los acusadores "se van retirando uno tras otro". Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: "Yo no he venido para juzgar al mundo sino para salvarlo".
El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice "Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más".
Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que "Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva".

miércoles, 6 de marzo de 2013

Con los brazos siempre abiertos


4 Cuaresma (C) Lucas 15, 1-3. 11- 32
JOSÉ ANTONIO PAGOLA, lagogalilea@hotmail.com
SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).

ECLESALIA06/03/13.- Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa.
Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado "reprimida" en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía "la parábola del hijo pródigo", pero nunca la han escuchado en su corazón.
El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría:"Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado". Este grito revela lo que hay en su corazón de padre.
A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.
El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre "lo vio" venir hambriento y humillado, y "se conmovió" hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.
Enseguida "echa a correr". No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. "Se le echó al cuello y se puso a besarlo". Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él.
El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.
El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.
Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que en el misterio último de la vida hay Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.